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Huésped

19 Oct

Huésped, da. m. y f. El primer día uno es un húesped, el segundo una carga y el tercero una plaga.

-Jean de la Bruyere.

Intento

19 Oct

La entrada era un hueco en la pared en la parte superior de un cuarto azul mal terminado, sin acabados, sin  luz. Una escalera de madera se encontraba debajo, tenía unas cuantas puntillas salidas y olía a húmedo.

Subí  por la escalera con sumo cuidado de no resbalarme. Entré sin pensarlo, gateando. No me sentía segura, no sabía si pararme, ¿con qué se podría encontrar mi cabeza?. Extendí los brazos hacia arriba y a los lados tratando de reconocer algo.

Ese día pasó lento como si el reloj fuera hacia atrás, como si  no siguiera sonando tic tac. Estaba frío. Lo único que quería saber era qué había allí. Me arrodillé para poder identificar lo que había en el piso. Bajé lentamente mis manos atentas, pendiente a cualquier indicio. Toqué el  piso, era de baldosa. Estiré mi brazo, al  frente había una superficie liza, al parecer eran bloques y adentro habían libros de todos los tamaños. Mi mano se quedó quieta en el lomo de un libro. Lo toqué, lo sentí, lo consentí como si lo conociera y seguí deslizando la mano muy despacio para saber qué decían las letras grabadas: El mundo de los niños. Lo abrí cuidadosamente y despertó de él un olor a viejo, a guardado. Recordé a mi abuela cuando me pedía que sacara las galleticas del baúl café debajo de su cama. Al lado había una cosa blandita, peluda, no era muy gruesa, era como un trapo, tal vez una cobija.

Oí como si algo o alguien estuviera escarbando. El corazón se me puso a mil, empecé a sudar y traté desesperadamente de encontrar una luz. Me levanté inmediatamente del suelo. ¡Mierda!, me pegué con el techo. Subí las manos y alcancé a tocar. Las fui bajando despacio. El techo era de madera e inclinado, así que dí un paso a mi izquierda, las piernas me temblaban, se negaban a caminar. Me acurruqué lo más despacio posible con mis brazos extendidos, toqué la  baldosa y me senté. Al frente de nuevo el hueco.

Desde afuera la tenue luz de la noche alumbraba el cuarto. Traté de calmarme y evadir mi pensamiento que decía “sal de ahí ahora mismo”. No hice caso. ¿Puede haber alguien siguiendo mis torpes movimientos?. ¿El habitante de este hueco?. Estiré los brazos hacia los lados y me topé con una reja, como si fuera una jaula. Me acerqué más con la ayuda de mi otro brazo. No olía muy bien. Me dí vuelta, seguí explorando el lugar y encontré unos zapatos, un colchón, una canasta y unas fichas.

De nuevo el sonido, sólo que en ese momento no me angustié tanto. Pensé que podía ser un animal. Recuerdo el escalofrió. Me devolví gateando y me paré cuidadosamente. “Tranquila, no pasa nada”, me decía en voz baja una y otra vez. Seguía con los ojos abiertos. Respiré profundamente, suspiré, me quedé quieta. Sentí  un viento muy cerca de mí y empecé a agitarme muy fuerte. Estaba segura de que había alguien, lo sentía, lo sentí siempre. Mi mente se trató de hacer a la idea de que estaba sola. Me dí vuelta y caminé hacia  la entrada.

Prendieron la luz.

-Juanita Marín.

Cuerpo habitado

19 Oct

Un hombre pequeño, moreno y fuerte, va cargando baldes llenos de algo que no se alcanza a ver, pero que se nota que es pesado por la tensión, que va desde sus puños aferrados a la manija hasta el cuello; con pasos cortos y apresurados se abre campo en medio de quienes se corren, no sin antes escanearlo de arriba abajo, reconociendo en ese rápido movimiento, el catálogo de características que definen su baja ubicación en la pirámide social. El hombre molesto, grita grave y fuerte, sin quitar su mirada de las puertas del transmilenio a punto de cerrarse –Ay muévase a ver-. El “ay” le suena desesperado y cansado, pero determinante. Lo alcanza una mujer, mucho más pequeña que él, también morena y fuerte, cargando los baldes cuyo contenido es tan pesado, que casi no la deja avanzar. Ella apresura aún más el paso, él se ha quedado con un pie en el bus y el otro en la estación para evitar quedarse. Logran entrar, dejan caer los baldes, se recuestan contra una de las ventanas, no se miran, sus ojos cansados se quedan clavados en el piso, mientras sus cuerpos permanecen firmes, pero totalmente desgastados, erguidos por la musculatura maciza y endurecida, quizá por el duro trabajo físico de la construcción.

Ango Sakaguchi dijo “el conocimiento es estar consciente de los propios límites. La vida moderna se trata de moverse hacia adelante sin parar y al final se van pisando las fronteras del otro”. En ese movimiento el cuerpo queda hospedado casi sin darse cuenta, parece sucumbir ante la velocidad con la que todo sucede; la consciencia cae doblegada, para que el cuerpo -en modo automático-, pueda sobrevivir al desgaste del continuo paso de transeúntes, que van alcoholizados por sus rutinas, convencidos en su alucinación -llena de lucecitas que persiguen-, de que todo debe ser así, de modo que siempre hay quien caiga, para amortiguar el paso incesante de quienes luchan, a su vez, por no caerse y no dejarse traspasar.

-Andrea Cifuentes.

No vi la curva

19 Oct

Acerqué mi mano lentamente, pues mis ojos no fueron suficientes para satisfacer la curiosidad. Sentí el agua,  humedecí mi cara y haciendo una poceta con las manos la llevé a mis labios. Fui entrando lentamente en el agua, la misma que recorría mi cuerpo con fluidez,  y  poco a poco me vi cubierto por una especie de calma en movimiento. Me alejé de la orilla y el agua pareció olvidar que no pertenecía a este lugar, que mi naturaleza era de huésped. De pronto me vi luchando contra la corriente que me sumergió, el agua ahora pasaba sobre mí con un ritmo imparable, me revolcó y en la confusión olvidé quien era.

Mi mente en blanco comenzó una vida nueva.

Cuando todo volvió a la calma sentí mi cuerpo nuevamente y entendí  que ser uno con la corriente no es parte de mi naturaleza. Ahora soy agua, soy mi propio verdugo, me veo flotando por siempre inmerso en este nuevo ritmo. Pero el cuerpo tiene memoria y esa memoria es la esencia que habita en el corazón y es imborrable.

-Felipe Revollo.

Identidad

19 Oct

Hace poco tuve la oportunidad de conocer un poco más acerca de los famosos pájaros Cucu (Cuculus canorus), los que reproducen en los famosos relojes de madera. Resulta que este pájaro es un asesino serial.

Luego de migrar desde África permanece en Europa por cuatro meses, tiempo en el que escoge atentamente a sus víctimas. Una de las más comunes es el Carricero, un pequeño pajarito local que anida en las plantas que crecen junto a ríos menores. Una vez listo el nido, la hembra deposita en él unos cuatro o cinco huevos, los cuales empolla por algo más de un mes. El Cucu estará atento al mínimo descuido de la madre para llegar hasta allí y devorar a  uno o dos de los huevos originales, cambiándolo por uno propio. Lo interesante de esta suplantación es que el Cucu logra imitar perfectamente las características básicas del huevo de  su víctima; peso, color y tamaño resultan idénticos para la madre sustituta, por lo que no se percata de lo sucedido y continua empollando.

Una vez nace el Cucu, aún sin plumas o sentido de la vista, se encarga de  lanzar fuera del nido a los otros huevos o polluelos que continúen en el que ahora será su hogar. El pobre Carricero sigue alimentando a este parásito aún después de dos meses y el pequeño Cucu crece triplicando el tamaño  de sus incautos padres.

La suplantación resulta sorprendente, en la medida en que  la víctima identifica como propio el huevo ajeno,  de otra forma sería imposible. Este aspecto de la identificación, que en este caso tiene más que ver con semejanza que con diferenciación o discriminación, se comprueba también en el retrato que acompaña este texto. El rostro podría ser el de cualquiera, el suyo, el mío o el de alguien que vive entre nosotros. Los retratos de identificación que se usan en este tipo de búsqueda parecieran decirnos que ese que buscan en realidad podría ser uno mismo.  El del dibujo se parece a cualquiera y a nadie y además, el testigo podría terminar describiendo el rostro que más conoce, es decir, el propio. Identificarse con un ese, diferente a sí mismo, entraña esa terrible sensación de perturbación, de extrañeza, que comprobamos cuando verificamos entre nosotros a otro, quien cohabita al tiempo que nosotros el espacio que consideramos como familiar.

La función del retrato hablado  de este asesino a quien “no le importa la edad de las mujeres” es más de advertencia que de identificación. Lo inquietante es saber que “¡ya está acá!”. La cercanía de ese otro que anda en bicicleta con saco de capucha o gorra, que es negro -y aclaran, afrodescendiente-, que mide de 1,65 a 1,75 y es delgado, no nos está posibilitando la búsqueda. Detalles como el de la cicatriz en la ceja o el método que utiliza para matar a sus víctimas, en realidad lo que hacen es engrosar la sensación de miedo que se supone debemos tener, tal vez así terminemos por verlo.   Finalmente comprobaremos  que aprendemos a identificarnos a nosotros mismos  como un “yo” a partir de la imagen en el espejo y  por qué no,  también a partir del retrato, cuando nos entendemos como  otro.

-Kristina Díaz.

19 Oct

Afiche (Claudia Suárez)

19 Oct