Froto mis ojos mientras espero. Pequeños espacios negros se forman y los hunden. Una mota cae sobre mi saco, la detallo durante unos segundos y luego la pierdo de vista. Subo al bus, pago con un billete cualquiera y me entregan uno marcado con mi nombre. Me pregunto ¿cuál Erika es la de éste billete?. ¿Por qué llegó a mí? Pasan por mi cabeza cientos de posibilidades, algunas sosas, otras bizarras. Dejo de pensar. Esto del azar es tarea difícil. Busco la mota y cuando la encuentro soplo con fuerza y flota. Reaparece el pensamiento de este hecho fortuito.
Entonces dibujo un trayecto, paso de un rostro a otro, incluyendo el del personaje enmarcado del billete. Miro detenidamente al conductor a través del pequeño huequito que tiene su puerta, la misma que lo separa del resto de pueblo. Escucho a la persona que va a mi lado mientras pienso que tal vez pueda ser un mensaje de otro tipo. Siento un deseo profundo de preguntarle sus razones a quien lo escribió y que me responda de la misma manera extraña como esto llegó a mis manos. O que de manera extraña me diga que esa Erika soy yo.
Empiezo a percibir este asunto como una dolorosa tentativa por llegar al fondo de lo que se ha convertido en un misterio. Recuerdo una frase de Ernesto Sábato que dice: “el mejor método para revelar nuevas verdades es asegurar lo contrario de lo que aconseja el sentido común”. Me detengo en este sentido común que aparece y desaparece. Qué gran ficción es el azar. Este encuentro se ha convertido en un desencuentro. Anulo el yerto rostro del billete y sus ecos que permanecen en algún rincón de mi memoria. Desdibujo este recuerdo, lo desbarato. Creo que esto ha sido una grave equivocación, pues no quiero responder a principios vagos ni hallarles su lógica. Justo en este preciso momento me parece inútil pensar en el intento fallido de tratar de develar algo que en el fondo, o tal vez muy en la superficie, tan sólo se queda en supuestos y preguntas.
-Erika Rubio
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